2007-08-03

eL pRoFe vs uriBe

Lágrimas ante las palabras de Uribe


El profesor Gustavo Moncayo, en compañía de su esposa, María Estella Cabrera, mientras escuchaban el tono airado en que el presidente, Álvaro Uribe, reiteraba en la Plaza de Bolívar su decisión de no despejar ningún territorio hasta que las Farc liberen a los secuestrados. Foto: AP.

el ProFe y lA dEsoBeDiEnCia CiVil

Moncayo y la desobediencia civil

Diez años después de que las Farc secuestraran a su hijo, el militar, el profesor Gustavo Moncayo decidió recorrer a pie más de 1.200 kilómetros para llegar hasta la Plaza de Bolívar, en Bogotá, y convertirse en un héroe nacional.
por: Reinaldo Spitaletta; El espectador.

viernes, 03 de agosto de 2007

Este hombre, de 56 años y rostro de trajín, es, a diferencia de aquellos “héroes” que ahora quieren presentar como tales los mismos que han ocasionado el desangre prolongado de Colombia, un genuino símbolo del pueblo que sufre. Y llora. Y es víctima de los poderes, y aun de los denominados “contrapoderes”.

El profesor de ciencias sociales y música encarna, para no ir muy lejos, también al padecimiento que constituye ser maestro oficial en un país que desprecia al educador, lo relega, le cercena derechos y lo mantiene en condición de paria. La educación pública, cada vez más privatizada, interesa poco a un sistema que busca perpetuar en la ignorancia a sus súbditos.

Me parece que ha nacido un símbolo popular en Colombia. La nueva expresión de los que se han mantenido (o los han mantenido) callados, al margen, sin la posibilidad de protestar. De alguna especial manera, la caminata de paz emprendida por Moncayo se yergue como una representación de la desobediencia civil. Y de la resistencia.

Moncayo, su actitud y su coraje, derivan en un asunto de más fondo. Es necesario que la gente se cuestione y sea capaz de poner coto a su ya muy vieja marginación. Con el ejemplo del hombre, de la víctima, del profesor, se presagia que hay que apelar a la marcha, a la manifestación. A las demostraciones civilizadas contra los atropellos. Y entonces, no será raro que los desprotegidos emulen la propuesta del maestro.

Un hombre que el Día del Padre salió de Sandoná casi sin que nadie le prestara atención, aparte de su esposa e hijas, paralizó a Bogotá. Convocó a millares de personas que se solidarizaron con su causa en pro de la liberación de los secuestrados y también en la búsqueda de construir un país justo.

Hay un aspecto que llama la atención en Moncayo. Su dignidad. La manera de expresar que “hemos sido víctimas de la politiquería del gobierno y de las Farc”, la forma altiva de decirle al presidente Uribe que su gobierno ha sido intransigente en la búsqueda de un acuerdo humanitario. Ah, y si Uribe creyó alguna vez que podría manipular al profesor, como intentó hacerlo con la marcha nacional contra el secuestro, se llevó un palmo de narices.

La actitud valiente de Moncayo despertó, además, a una multitud congregada en la Plaza de Bolívar, donde estableció el caminante su “cambuche”. Los concurrentes iniciaron un largo abucheo al presidente, gritaron “abajos” y, como ha pasado en otros ámbitos y circunstancias, lo descontrolaron.

No era un estadista el que estaba allí, sino una especie de mayordomo. O un caballista salido de sus cabales. Le dijeron “títere” de los gringos. Y se descompuso. Le corearon “paramilitar” y entonces advirtió que los que así lo calificaban tal vez estaban del lado de la guerrilla. Una inveterada actitud, marcartizadora, de “pensamiento único”, a la cual, por fortuna, la gente ya no le “come cuento”.

A cinco años de un gobierno de desastre para el pueblo y de felicidades para una minoría de magnates y plutócratas, Uribe volvió a mostrar que es un experto en demagogia y manipulación. Sin embargo, en la histórica plaza tuvo que soportar demudado y quitándose y poniéndose los anteojos la carga de la multitud que lo confrontó.

Digamos que ahí ya hay un germinar de la actitud de Moncayo. El profesor, que en su trasegar se dio cuenta del desamparo de la salud en Colombia y de las miserias populares, había pedido al gobierno que deje de invertir en la guerra y lo haga “en obras sociales, salud, dotación de escuelas y educación”. Al tiempo, sus palabras también se dirigieron contra las Farc. Les pidió deponer las armas, un cese al fuego y no secuestrar más.

Es ahí cuando el profesor se erige como un portaestandarte popular. Como alguien que decide por fin dejar de ser víctima. Y muestra un camino (“se hace camino al andar”). El antiguo vendedor ambulante de televisores en Sandoná es, hoy, un ejemplo de carácter y de rechazo a las humillaciones.

En un país de desplazados y desempleados, de pobres y desahuciados de la fortuna, un maestro de escuela se convierte en símbolo de las luchas del pueblo. Muy necesario, en particular en momentos en que el presidente muestra sus compromisos con el paramilitarismo que lo llevan a desafiar e irrespetar a la Corte Suprema de Justicia, y su arrodillamiento ante el imperio. Ojalá la epopeya del profesor conduzca a la realización del acuerdo humanitario. Uribe y las Farc deben deponer su politiquería y arrogancia. Que empiecen a negociar.


eL ProFe..

uN pOste vErdE

Un poste verde

En ese ciclo inmutable de desidia, para las elecciones de octubre ya se preparan las mismas intimidaciones paramilitares que para las pasadas

Por Antonio Caballero

Fecha: 07/21/2007 -1316

Alguna vez le oí a V. S. Naipaul, el gran escritor angloindio de Trinidad, una observación despectiva y certera sobre los motivos subjetivos del subdesarrollo económico (y político y social), que son tan definitorios como sus causas objetivas:

-Los subdesarrollados lo son porque no se dan cuenta de que para que un poste esté pintado de verde hay que pintarlo de verde todos los años.

Es la idea fundamental de la civilización: las cosas nunca se hacen solas, ni se sostienen por sí mismas. Esa frase de Naipaul -que es tal vez un proverbio de los ingleses, o una reflexión práctica del almanaque de Benjamin Franklin- me vuelve a la cabeza cada vez que llega el invierno en Colombia: dos veces al año. Llueve, y es como si no existiera recuerdo de la lluvia. Llueve, y los ríos se salen de madre y arrastran a su paso los pueblos ribereños. Los damnificados piden ayuda a los gobiernos (municipal, departamental, nacional), que no la tienen disponible, porque a nadie se le había ocurrido que, pasado el invierno anterior, pudiera volver a llover algún día. Se buscan ayudas extraordinarias para financiar, para las cuales se crean (dicen que de modo transitorio) impuestos especiales. Las ayudas se quedan por el camino, en manos de los políticos locales. Y cuando bajan las aguas, otra vez los pobladores vuelven a armar sus ranchos en el mismo sitio del que infaliblemente volverán a ser arrastradas por la corriente desbordada del río cuando vuelva el invierno. Y vuelven a votar por sus políticos locales. En ese ciclo inmutable de desidia, ineficiencia y corrupción se resume la vida colombiana. El poste verde de Naipaul se queda siempre a medio pintar, y tiene ya desde el principio la pintura medio descascarada (que además, como en el pueblo de García Márquez, no es verde, es una mezcolanza color fango de capas rojas y azules superpuestas, según quién vaya ganando). Porque no tenemos conciencia de que va a volver el invierno

Así, ya están reconstruyendo los pueblos en el mismo emplazamiento del que se los llevaron hace tres semanas el Cauca o el Sinú. Y para las elecciones de octubre ya se preparan las mismas intimidaciones paramilitares y guerrilleras que para las pasadas. Los mismos fraudes y los mismos trasteos de votos, los mismos asesinatos y los mismos sobornos de la última vez, de siempre. Los viceministros se desconciertan cuando les anuncian la presentación de nuevas candidaturas de delincuentes. El Vicepresidente pide que, por esta vez, se morigeren. La prensa da cuenta de que sin haber terminado siquiera de desmovilizarse todavía, ya las huestes paramilitares se han empezado a removilizar. No se ha resuelto aún en los tribunales de arbitramento cuál va a ser la indemnización que el Estado va a pagarle a no sé cuál empresa multinacional por haber incumplido los contratos que no firmaron bien los representantes del gobierno cuando ya se anuncia que otra empresa multinacional acaba de plantear el mismo pleito, y también va a ganarlo. Todavía colea el escándalo de Foncolpuertos cuando ya la Dian se ingenia un nuevo contrato escandaloso contra los mismos arruinados puertos. No hemos aprendido nada. (Aunque muchos se hayan enriquecido en el camino. ¿No han visto ustedes que en este país de cuatro millones de desplazados el metro cuadrado de construcción se paga a seis millones de pesos).

Ah, sí: los desplazados. Cuatro millones -o exactamente 3.940.000, según la Codhes (Consultoría para los Derechos Humanos y el Desplazamiento)- o algunos menos, según el gobierno. Hay que indemnizarlos a ellos también. ¿Con los cinco millones de hectáreas de las tierras usurpadas por los narcoparamilitares? No: el gobierno dice que sólo tiene disponibles 73 mil hectáreas, de las cuales 60 mil están en pleito y 10 mil han sido invadidas. Quedan en total apenas cinco mil: la milésima parte de lo robado. De modo que lo de la reparación a las víctimas se presenta más cuesta arriba que el caso célebre de los panes y los peces.

Por desidia, por ineficiencia, por corrupción. Un ejemplo: la Dirección Nacional de Estupefacientes, que tiene a su cargo la administración de los bienes del narcotráfico que han sido incautados o sobre los cuales se ha dispuesto la extinción de dominio de acuerdo con la ley, ha logrado en diecisiete años (¡diecisiete!) liquidar activos por 1.850 millones de pesos. Pero en cambio acaba de pagarle 2.994 millones a un consorcio privado por hacer un inventario aproximado e incompleto de los bienes de que dispone.

No me atrevo a calcular cuál puede ser el monto de encargar un estudio preliminar sobre el costo que puede tener, en Colombia, pintar un palo de verde.




sEdiciOsoS???

De víctimas y sediciosos

por Reinaldo Spitaletta Monday, Jul. 30, 2007 at 2:29 PM

¿Dónde están las víctimas? ¿Quién las tiene invisibilizadas? Qué curioso país es Colombia. Aquí, en la práctica, los victimarios dan la impresión de ser los héroes nacionales. Aparecen todos los días en los medios informativos. Los reciben los congresistas. El presidente aboga por ellos.

Las víctimas, en cambio, continúan en el limbo (¿o en el infierno?), sufriendo en silencio sus penas, las ausencias, los despojos. A dos años de vigencia de la Ley de Justicia y Paz, ¿dónde están las reparaciones, dónde las confesiones de los victimarios que contribuyan, en efecto, a que haya si no paz, por lo menos justicia? Sí, qué curioso país éste en el cual, reviviendo los venenosos días del macartismo gringo, el presidente colombiano pone en la picota pública a sindicalistas a los que acusa de respaldar la lucha armada de las Farc.

Y justo en una tierra en la cual, en los últimos años, se han asesinado a decenas de líderes sindicales ( 2.515 desde 1986) e intimidado a los trabajadores para que no se agremien ni protesten. Se sabe que el nazismo fue derrotado en la Segunda Guerra Mundial, pero en el campo militar mas no en el de las ideas y mentalidades. Sus discursos y prácticas se han extendido por diversos países, y en América del Sur ha tenido manifestaciones de horror, en particular en los tiempos de las dictaduras militares.

Colombia no ha sido ajena a tan repugnantes expresiones de intolerancia. Su historia contemporánea está plagada de desafueros y otras calamidades.

En los últimos diez años, más de treinta mil personas fueron asesinadas o desaparecidas por razones políticas, tal como lo ha denunciado la Comisión Colombiana de Juristas. Y hasta un partido político, la UP, fue borrado del mapa.

La violencia política, con más de cincuenta años, se agudizó con la aparición de los grupos paramilitares, cuyas masacres y otros crímenes llenaron de terror las últimas dos décadas de este país desajustado. En este mismo período, cerca de cuatro millones de desplazados, y más de un millón y medio de hectáreas de tierra apropiadas con métodos violentos. Es apenas parte de un prontuario de atrocidades. Sin tener dictaduras militares, como por ejemplo las que hubo en la Argentina y Chile, aquí, en un sistema autodenominado democrático, ha habido tal vez más violaciones de los derechos humanos que en aquéllos de los tiempos de Videla y Pinochet. Tenemos (padecemos) un récord continental de violencias varias. Secuestrados, desaparecidos, desplazados, torturados, los despojados de sus parcelas, los exiliados, un arrume casi infinito de víctimas que claman justicia.

Sin embargo, aquí las víctimas son invisibles, lo que hace de su condición una humillación más. Los sobrevivientes de la crueldad tampoco tienen la palabra. No los escuchan. Algunos se manifiestan en parques (como las Madres de La Candelaria, en Medellín), otros van a las audiencias de los asesinos y gritan un rato, pero no tienen acceso a los medios. O sucede también que mientras los congresistas reciben a los victimarios, desprecian a sus víctimas. Ah, y qué tal la propuesta presidencial de que a los paramilitares se les considere sediciosos, incluso en contravía de un fallo de la Corte Suprema. Se les quiere dar ese carácter a grupos e individuos representantes de la delincuencia común e, incluso, a criminales de lesa humanidad. Es como si la historia la estuvieran escribiendo los victimarios. Ellos gozan de todas las garantías.

Lo que se nota al invisibilizar a las víctimas es que parece haber un movimiento premeditado para llevar al país hacia una ley de punto final, que lo conducirá no a conseguir la paz ni la justicia, sino a la entronización de los criminales y el enterramiento definitivo de sus víctimas. Razón tiene mi vecina (no la nombro para no comprometerla) cuando dice que se trata de una nueva canallada el querer declarar a los "macacos y paracos" como sediciosos. Para ella, tan analítica, es como "igualar al Che con don Berna, a Monoleche con José Antonio Galán, a Policarpa Salavarrieta con la Gata y a Bolívar con Mancuso". Ella, sin duda una buena lectora, advierte que si tanta sangre noble se ha derramado en la historia para ennoblecer el delito de sedición, es un exabrupto darles esa categoría a criminales y delincuentes comunes.

Ahora, cuando las víctimas, por su persistente iniciativa, comienzan a hacerse sentir, es conveniente que sigan contando sus historias como un ejercicio de la dignidad, de la búsqueda de justicia y, sobre todo, de la construcción de una memoria del horror. Así tendrán un lugar en la historia. Una historia escrita con sangre.

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